El legado del difunto
Enrique Prieto Silva
Jueves 06 de febrero de 2014
Siempre es difícil rememorar las maldades de un muerto, de donde surge el criterio sano y religioso de expresar ¡tan bueno que era!. Sin embargo, en los últimos años, han sido muchos los gobernantes muertos por voluntad de sus pueblos, algunos de ellos de sus propias manos, quienes cobraron como venganza las amarguras y sufrimiento que pasaron por su odiosa malevolencia.
En nuestro caso, no fue el desenfreno del sufrido pueblo sino la propia voluntad de Dios la que nos librara del agravamiento de una maldad impensada y sin sentido, que por más de 15 años se enquistó en nuestro sentir republicano, que lo creímos desviado del horizonte que debía seguir la meta trazada de enrumbarnos por un futuro cierto y digno, cuando ya, a más de 40 años de la búsqueda de una claro amanecer democrático, surgió un “salvador de la patria”, retoñado de la estirpe militarista caudillesca, que creímos sepultada el 23 de Enero.
Por desgracia, esa estirpe la trasmitió a muchos de sus seguidores de mediocre intelecto, turbados por la insidia que éste les enseñara. En realidad, fue un pérfido ejemplo, cuya hechura se transformó en un torrente de fracasos, sinsabores y maledicencias, que no puede llevar otro calificativo que el de ruindad, por ello, la incertidumbre que avizorábamos se hizo realidad y puso en claro un futuro impredecible, que requiere una conducción gubernamental seria y sincera; que comience por reconocer el rotundo error, de haberse dejarse confundir y guiar por un personaje que nunca tuvo fortaleza de criterio real e inteligente, sino que amoldó su ideario a una inocente fluidez de percepciones pueriles cargadas de elementales creencias cuasi religiosas, que lo fueron cargando de egolatría, que aprovechó para el encantamiento de los más humildes venezolanos creyentes, que llegaron hasta adorarlo y venerarlo cual siervo de Dios.
Fue un personaje influido por el más torpe aprendizaje militar de hacer la guerra, por lo que hizo suyo el concepto de que: “en el amor y en la guerra todo está permitido”, de allí las batallas que siempre libró contra un enemigo que nunca entendió: la frustración. Un trauma delirante que conduce o genera alucinaciones para salir de ella, pero cuando éstas se vuelven fantasías, la sensación es de locura; ese mal o pandemonio que altera la conciencia de muchos que nunca se percatan del delirio, por lo que asumen lo inventado como real. Fue éste el drama de la vida del “comandante eterno”, cuyo “por ahora” del 4F sigue siendo asumido como un efluvio mesiánico por sus seguidores, bajo la tutela de los pancistas, que no solo se valieron de su estúpida inocencia para gobernar y enriquecerse, sino que quieren mantenerla como su legado.
Muchos piensan, que el difunto tuvo momentos de reflexión sobre su situación y su legado, pero nosotros nos resistimos a creer esta alternativa, ya que estamos convencidos de su testarudez e ignorancia. Él nunca se creyó un líder, sino un capataz de herencia histórica, que inicialmente invocó a Bolívar, pero a medida que transcurrieron el tiempo y las circunstancias, fue amoldando su traumatismo al devenir, haciendo como fuere viniendo. Todos estamos obligados a difundir su hechura: un país en bancarrota, que el heredero quiere tapar con una supuesta “guerra económica” sin pie ni cabeza; una amenaza de invasión por USA, que solo puede verse como la amenaza infantil del ¡ahí viene el coco! Pero la peor desventura es el querer alimentar el odio entre hermanos, inculpando a “los otros”, “ellos”, de su fracaso; pues bien saben que la historia ha demostrado que toda revolución se come a sus hijos y muchos descarriados han pasado por la guillotina. No importa que sea una “revolución bonita”